Todos se indignaron y prorrumpieron en gritos de protesta, pero ninguno se atrevió a intervenir, salvo Chistiakov, que, lanzando un alarido histérico, se precipitó contra el hércules y le asestó uno de esos puñetazos torpes, femeninos, más dolorosos para quien los da que para quien los recibe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Una especie de maza cayó pesadamente sobre su cabeza y le derribó casi privado de sentido. Cuando se levantó, los demás estudiantes rodeaban furiosos a Tolkachov, si bien ninguno osaba tocarle el pelo de la ropa. El hércules, no obstante la prudencia manual de sus adversarios, estaba un poco amedrentado y trataba de sincerarse, echándole la culpa de todo a Kostiurin. El cual, escupiendo sobre la nieve saliva ensangrentada, decía:
—¡Esto es intolerable!
En diez minutos se les reconcilió. Se dieron la mano, y cambiaron un beso. Chistiakov, al verlos besarse, exclamó, llorando de vergüenza, de dolor y de cólera:
—¡Le pegan y besa al que le ha pegado! ¡Qué cobarde!
—¡Cállate—le gritó Tolchakov—, si no quieres que te tire a la calle por encima del tejado!
—¡Extranjero!—profirió Kostiurin, despectivo.
Y, gritando y cantando, se fueron todos a la calle. Chistiakov subió a su cuarto, se acostó y lloró largo rato en la obscuridad. La violencia, la injusticia, pesaban sobre su corazón como una nube negra, y los países lejanos, donde la vida era suave y decente, se le antojaron un paraíso inaccesible.
«¡Si al menos pudiera morir allí...!», pensaba.