imagen tan poco risueña, Kostiurin repuso, en tona ligero:
—¡Eso no tiene importancia! Aun quedan muchos servios.
Rayko se encrespó, palideció, y su barbilla hendida y peluda empezó a temblar.
—¡Eres un farsante!—gritó con voz ruda y metálica—. ¿Por qué bailas el baile ruso, si no tienes patria?... ¡No, no tienes patria!... ¡Eres un cerdo!
Chistiakov, como si el reproche se le hubiera dirigido a él, contestó:
—Tú sí la tienes, ¿eh? Amas mucho a Servia, ¿verdad?
—¡Sí, con toda mi alma!
Y el servio, cogiendo un cuchillo, lo levantó sobre su cabeza y vociferó:
—¡Voy a mataros a todos!... ¡No puedo más, no puedo más!
El cuchillo, lanzado violentamente contra la pared, rebotó en ella y cayó al suelo con estrépito. Rayko bajó la cabeza y salió de la estancia.
Media hora después Chistiakov fué a verle. Le daba lástima aquél pobre servio que amaba tanto a su exigua patria. Conforme avanzaba por el largo corredor semiobscuro, a cuyos dos lados se alineaban multitud de puertas numeradas, todas iguales, llegaba más claro a sus oídos el sonido de una voz humana que parecía pedir socorro.
En una de las puertas leyó este letrero, escrito con tiza: «Rayko Wukich». En aquel cuarto era donde sonaba el extraño clamor.