El capitán se levantó, se acercó a Kukuchkin y le puso las manos en los hombros.
—¡Tonto!—dijo—. ¿Me crees capaz...?
Y girando sobre sus talones, se dirigió a la ventana y se puso a mirar a la calle, como si en aquella obscura noche pudiera verse algo. Momentos después sacó el pañuelo y se lo llevó a los ojos.
—¡Mi capitán!
—¿Qué?—preguntó Nicolás Ivanich, sin volverse.
—Mi capitán... castígueme usted.
—No digas tonterías...
Y como en aquel momento el capitán girase de nuevo sobre sus talones, el asistente corrió hacia él, se prosternó a sus pies e intentó abrazarse a sus piernas. Nicolás Ivanich, pintados a la vez en el rostió la alegría y el dolor, le levantó y le dió un beso en los crespos cabellos.
—¡Tú me has tomado por un cura!—bromeó, retirando la mano, que el otro intentaba besarle—. ¡Déjate de monaguilladas y echa un poco de vodka en la garrafa, que está vacía!
Kukuchkin, veloz como un rayo, cogió la garrafa y voló con ella hacia la puerta; pero, ¡horror!, el honrado frasco, que tan buenos servicios le había prestado durante diez años a su amo, describió en el aire una curva lenta, meditabunda, se decidió al fin a caer y se hizo añicos contra las losas.
—¡Bah, no te apures!—gritó el capitán—. ¡Ve a la taberna por una botella!
Todo el mundo duerme hace tiempo. Sólo se ve