to. A un lado, el mar; al otro, el páramo o poco menos. ¡Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos! Mis amigos de Petersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morirme de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!
Y lanzó una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.
—Debíamos invitarles a un baile—prosiguió—. Es una gran idea, ¿verdad?
Y empezó a ir y venir a través de la estancia, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.
—Anoche...
—¡Sí, sí! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta deliciosa, un alarde magnífico de cultura, de civilización!
—Anoche...
Norden se volvió hacia mí, súbitamente serio; me miró con fijeza, y me preguntó, amable, cortés:
—¿Qué decía usted?
Me sentí sin fuerzas para contestar, cual si me hubieran puesto de pronto un candado en los labios, y no dije nada.
Aquella noche me sumí en seguida en el sueño, como en un hoyo lleno de plumas negras. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó: «¡Arriba!» Me incorporé bruscamente: un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. «He oído esa voz en sueños—pensé—. No es ningún fenómeno extraordinario.» Y cuando iba