veían al desconocido, le miraban. Y cuando, a los pocos instantes de su aparición, el desconocido volvió la espalda y comenzó a alejarse, Volodia dió un paso hacia delante, como para seguirle con la mirada.
—Lo ves, ¿eh?, lo ves...—le dije con acento duro.
Y él, tranquilamente, mintiendo como una persona mayor, contestó:
—No sé de qué habla usted. Sólo veo la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?
—¡Sí!
—¿Qué ve usted?
Seguro de que continuaría mintiendo, renuncié a la esperanza de saber algo por él.
Al día siguiente sucedió lo mismo, salvo el detalle de no ser Volodia quien se hallaba a mi lado en el hueco de la ventana, sino Norden, no menos mentiroso que su hijo. Después de estar algunos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que le había visto—lo observé—desde el primer momento, le siguió con la mirada.
—Es una cosa muy divertida, ¿verdad?—le pregunté, riéndome de un modo sarcástico.
—Celebro tanto verle a usted, al fin, de buen humor—repuso en un tono de asombro que parecía sincero—; pero no sé de qué habla usted.
—¿No lo ha visto usted?
—No.
—¡Eso no es verdad! ¡La forma de su respuesta le ha vendido a usted!
Norden se quedó mirándome, serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité: