cino de las ventanas. Sin la menor sorpresa, le vi penetrar en mi cuarto.
Yo entré detrás y maquinalmente cerré la puerta; pero me detuve a pocos pasos del umbral: temía tropezar con «él» en la obscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se habituaron de nuevo a las tinieblas, vi un bulto alto e inmóvil junto á la pared, en un sitio donde no había ningún mueble, e induje que era «él», aunque no se le oía respirar ni daba señales de vida.
Era, empero, tan absoluta su inmovilidad y pasó tanto tiempo, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al bulto y lo palpé. Mis dedos tocaron una tela, bajo la que sintieron la dureza de un hombro o de un brazo. Retiré, presuroso, la mano y seguí mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Por fin, no sin un gran esfuerzo,, en voz alta, aunque ronca, dije:
—¿Qué quiere usted de mí? ¡Yo no soy en esta casa mas que un profesor!
Pero él no contestó. Me pareció ridículo haberlo llamado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que quería que me acostase. Me desnudé bajo la mirada de sus ojos invisibles, y los crujidos de la madera de la cama al peso de mi cuerpo me llenaron, no sé por qué, de turbación. Ya entre las frías sábanas, me acordé de que no había dejado, como de costumbre, las botas a la puerta.
Me acosté boca arriba, considerando esta postura la más respetuosa. «El», en cuanto posé la cabeza en la almohada, me empujó suavemente hacia la pared,