co silencioso y metódico en su visita diaria a un enfermo silencioso y dócil, no mi mayor desgracia, mi muerte.
Comenzaba después el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su loca alegría ficticia. No sé qué extrañas velas habían puesto sin que yo lo viese en el árbol de Navidad: cada noche brillaba más, inundaba de luz deslumbradora las paredes y el techo. Y se oían a toda hora los gritos jocundos de Norden:
—¡Tanziren! ¡Tanziren!
No recuerdo otras voces; pero aquélla me parece estar aún oyéndola, me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y ahuyenta mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito sonaba, tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tomaba ronco, amenazador.
Recuerdo que una noche... La pianista invisible cesó de pronto de tocar y reinó un extraño silencio.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!— gritó, furioso, Norden.
Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!
Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes, inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!—repetía Norden, agitando los puños.
Y brillaba la amenaza en sus ojos.
Por fin volvió a sonar la música y continuó el baile.