Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, aunque el Sol se hallaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, hasta la servidumbre estaba aún durmiendo.
Me vestí y salí al comedor. Sobre la mesa yacía una mujer amortajada.
A pesar de que nunca había yo visto de cerca a la señora Norden, la reconocí al punto.
VIII
No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. Rodeábanla el silencio y la soledad. Diríase, viéndola tan abandonada, que nadie sabía que había muerto.
Era joven y bella. Es decir, no sé si era bella; era la mujer a quien yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Aquel gracioso lunar negro bajo su ojo izquierdo sabía yo, antes de verlo, que existía. Yo había conocido vivos sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden...! ¡Perdónale! ¿Qué sabía él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!
No me sería posible decir si era bella. Nadie hubiera podido decir cómo era. Era la mujer a quien yo había amado y buscado toda la vida, sin saberlo.