rítmico de sus pasos el opio alivio de sus penas. Cuando a veces me detenía, al hundirse mis pies en un hoyo cubierto de nieve, miraba en torno mío y exclamaba:
—¡Qué desgracia! ¡Qué horror!
A pesar de que la flexión de mis brazos y de mis piernas me era a cada instante más difícil, no me daba cuenta de que empezaba a helarme—pues el frío que sentía no era muy grande—, y seguía avanzando, fijos los ojos en la nieve que se extendía a mis pies... Yo avanzaba, avanzaba, y la nieve siempre era la misma.
No sé si se hizo de noche o las tinieblas salieron de mi propio ser; pero lo blanco fué haciéndose gris, y lo gris fué haciéndose negro. Cuando ya no veía nada, me dije: «Estoy ciego.» Y seguí andando, ciego.
Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron.
En el hospital me amputaron tres dedos de los pies, que se me habían helado.
He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.
Norden—cuya mujer había muerto, en efecto—me envió dinero. No sé nada de él. El desconocido no ha vuelto a aparecérseme, y sé que no se me aparecerá más. Si viniera ahora, creo que su visita no me desagradaría.
Me muero. Todos me preguntan de qué me muero, por qué no hablo... Aunque sé que las dicta el afecto,