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densa obscuridad y sólo se veían interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada, silenciosas, como desiertas. ¡En una de aquellas casas estaba María Nicolayevna! Sin duda había caído en un lazo siniestro, terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?

Las tapias seguían deslizándose a ambos lados del coche... Yo empezaba a sospechar que estábamos de nuevo pasando y volviendo a pasar por unas cuantas calles, en un girar absurdo, ora avanzando, ora retrocediendo... Todo me parecía conocido y a la vez no visto hasta entonces. Mi corazón latía con violencia, aunque con suma lentitud.

—¡Ahí es!— murmuró de pronto el cochero.

—¿Dónde?

—¿Ve usted esa puertecita en la tapia?

Veo la puertecita, a pesar de la obscuridad. Nos detenemos. Bajo presuroso del coche, salto por encima de un montón de nieve y me acerco a la puertecita. Está cerrada. No tiene aldabón. Reina tras ella hondo silencio.

«¿Para que han traído aquí a María Nicolayevna?», me pregunto. Tristes presentimientos me angustian. Se me doblan las piernas...

Doy unos golpecitos con los nudillos. Silencio. Sobre mi cabeza, las ramas cubiertas de nieve parecen serpientes blancas.

Por una rendija veo un largo sendero que termina ante la escalinata de una casa sin luz alguna, tétrica,

El misterio
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