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la calle y creyendo la puerta, no la de mi celda, sino la del siniestro y misterioso jardín.
Los dos empleados, inmóviles en el umbral, me miran asombrados.
—¿Por qué llama usted de ese modo, Sergio Sergueyevich?—me dice mi carcelero—. Tome el quinqué; ahora le traeré el samovar.
Cojo el quinqué. Se cierra la puerta. Sí; estoy en mi celda, no en la callejuela donde se ha detenido el coche.
Tal fué mi sueño, o lo que fuera.
Me había ido, había vuelto. Girando, girando, angustiosa, dolorosamente, había terminado mi caminata circular ante la puerta de mi celda.