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de un modo que ella había de recordar toda su vida, y le dijo, iluminado el rostro por una serena sonrisa:

—¡Cómo te amo...!


El aeródromo estaba ya lleno de gente. Los aviadores sacaban de los cobertizos sus máquinas, las inspeccionaban, las preparaban. Uno de ellos estaba furioso porque la bencina era de mala calidad. El capitán Kostretzov había observado que su motor no funcionaba, y mientras desenroscaba los tomillos, poniéndose perdido de aceite y sebo negro, renegaba del maquinista, que le oía callado y confuso.

Sin motivos tan concretos, casi todos los demás pilotos se mostraban no muy alegres y refunfuñaban. Temían irritar al Destino manifestando buen humor, y le ofrendaban su mal gesto y sus palabras de enojo, en la esperanza de que les evitase una desgracia.

Por la misma razón no se atrevían a decir a qué altura querían elevarse, y anunciaban hipócritamente que su vuelo sería muy bajo. Sin embargo, todo el mundo sabía que Puchkarev, cuyos magníficos aterrizajes le habían conquistado numerosos premios, quería batir aquel día el record de la altura. Todos sus compañeros estaban seguros de que lo lograría. Y en presencia de aquel hombre sereno y decidido, que no ocultaba sus propósitos y hablaba de ellos como de la cosa más sencilla, los pilotos medrosos de las venganzas del Destino sintieron decrecer su temor al Inescrutable.

Como obedeciendo a una consigna, dejaron de refunfuñar y depusieron su mal gesto. Parlanchines,