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través de la seda de la manga, un dulce calor de carne joven y feliz.

Ella, sin volver la cabeza, dejó de sonreír; sucedió a su sonrisa una expresión dócil y tímida. En aquel momento se amaba a sí misma con el amor de su marido; amaba su rostro y todo su cuerpo como algo precioso, pero frágil, que había que cuidar y mimar.

Rimba había desaparecido en un cobertizo. En lo alto de la tribuna ondeaban banderas de todos colores, y se diría que querían volar, desprendidas de los mástiles.

—Se ha levantado un poco de viento—dijo Tatiana Alexeyevna, volviendo, al cabo, la cabeza hacia su marido.

El oficial la miraba radiante.

Tuvieron que despedirse en público, y el beso que cambiaron fué leve como una tela de araña; pero los besos más frenéticos no se graban en los labios de un modo tan imborrable como esas ligeras telas de araña del amor, que no sé olvidan nunca.

Tatiana Alexeyevna no olvidaría nunca aquel beso. Y tampoco olvidaría nunca aquella pequeña cicatriz sonrosada que tenía en la pura frente, junto a la sien izquierda, su Yury. Era de una herida que de niño se había hecho jugando con una barra de hierro.

De pronto se quedó la tierra terriblemente desierta: Yury Mijailovich acababa de subir a su Newport. Pero, cosa extraña, el corazón de Tatiana no aceleró sus latidos. ¡Tan grandes eran la felicidad de la joven y su fe en su felicidad!

Levantó la cabeza. El aeroplano describió el pri-