desprenderse un ligero humo, como de una marmita hirviente. Debía de ser una nube que pasaba por debajo del aeroplano. Yury Mijailovich no se preocupaba ya de la tierra. Buscando una sensación más intensa de su voluntad, cerró los ojos. Durante unos segundos vió, como en un espejo, su rostro muy pálido y diríase que traslúcido. Luego se imaginó que de pie en un carro arrastrado por caballos de fuego, las riendas de acero en la mano de piedra, un haz de rayos luminosos en la cabeza, a modo de penacho, avanzaba, raudo, cielo arriba.
Parecióle después que no era un hombre, sino un ascua que hendía el espacio, dejando en el velo azul del cielo un rastro ígneo, y subía, subía, subía; estrella errante humana escapada de la superficie terrestre.
En aquel momento se hallaba tan alto, que la multitud no podía ya verle. Miles de ojos sondearían el océano celeste, bajo los cegadores rayos del Sol, buscando entre las nubes el aeroplano. Aunque las nubes eran escasas e iban poco a poco disipándose, le parecería a la multitud que llenaban el cielo y que el aviador se vería y se desearía para encontrar paso entre ellas, como un marino entre las islas; no sabía cuán vastos son los espacios allá arriba, cuán anchos los arcos y las puertas; ignoraba la inmensidad de los golfos azules, la magna y abierta extensión del archipiélago del cielo.
Las nubes, casi desvanecidas, descendieron hacia el horizonte, y allí, como esfinges de niebla, se detuvieron, vigilantes. La multitud entonces pudo for-