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de abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.

Lo que había de extraño en el rostro y en la actitud de Lázaro se achacaba a la grave dolencia que le había matado y a las emociones que habían sacudido su alma. El trabajo destructor de la muerte sobre los cadáveres había sido detenido por un poder maravilloso, pero no anulado, y la obra de la muerte permanecía en el rostro y en el cuerpo de Lázaro, como un dibujo inacabado en una delgada lámina de vidrio. En las sienes del resucitado, en torno de sus ojos y bajo sus pómulos se extendían azuladas y terrosas manchas. Sus largos dedos también habían tomado un color azulado de tierra, y sus uñas, que habían crecido en la tumba, se habían tomado casi rojas. Por distintos sitios, en los labios, en el cuerpo, la piel había estallado, al henchirse, y se veían en ella finas grietas rojizas y brillantes, como cubiertas de mica transparente. Además, Lázaro ahora estaba grueso hasta la obesidad. Su cuerpo, hinchado en el sepulcro, había conservado sus horribles convexidades. Sin embargo, el olor nauseabundo a muerto que impregnaba su sudario y sus miembros no había tardado en disiparse por completo. Al cabo de algún tiempo, la coloración azulada de las manos y el rostro se atenuó, pero nunca desapareció del todo, Y aunque las grietas rojizas se cerraron, sus cicatrices no se borraron nunca.

No sólo el aspecto de Lázaro había cambiado, sino también su carácter; en lo que nadie paró mientes tampoco. Antes de su muerte, Lázaro era despreocu-