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hacia mí bajo la combada blancura de una frente sombreada por abundosos cabellos de oro, pertenecían a una muchacha muy joven llamada Liliana Moris, de Boston, en el Massachusetts; criatura—delicada, esbelta, de finísimas facciones y de rostro triste, a pesar de su tierna edad.

Aquella tristeza en una muchacha tan joven me impresionó ya desde el principio del viaje; pero las ocupaciones inherentes a mi cargo de capitán llevaron mi pensamiento y mi atención hacia otras cosas. Durante las primeras semanas, fuera del ritual good morning, apenas si dirigí a aquella jovencita otras palabras; pero luego, compadecido de la juventud y de la soledad de Liliana, que no tenía ningún pariente en la caravana, me propuse prestar, en cuanto fuera preciso, algún pequeño servicio a la pobre muchacha. No era menester, ciertamente, que yo la protegiese con mi autoridad de capitán y con mis puños contra la impetuosidad de los compañeros de viaje más jóvenes, porque toda mujer, por joven que sea, encuentra siempre en los norteamericanos, si no la galante solicitud de los franceses, sí, cuando menos, la más completa seguridad. No obstante, teniendo en consideración la delicada salud de Liliana, logré acondicionarla en el mejor carro, que guiaba el experto Smith; aderecé por mí mismo la yacija, de suerte que pudiese dormir cómodamente durante la noche, y le presté una de mis mejores pieles de búfalo. Por insignificantes que fueran aquellas muestras de atención, Liliana se sentía extraordinaria-