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lo que al escéptico doctor había ocurrido, éste empezó en seguida a hablar con estas o parecidas palabras:

—Hará próximamente unos doce años hallábame yo en Biarritz tomando baños de mar. Pero no era ésta mi única ocupación; también estaba yo enamorado de una bella inglesa. Era una miss extremadamente original y sujeta a los más singulares caprichos.

Una vez nos tuvo hasta las tres de la madrugada—a mí y a otros de sus adoradores—en un balandro contemplando las estrellas y hablando de la posible transmigración de las almas de uno a otro planeta.

Al regresar a casa sentíame rendido de cansancio, y ni siquiera pude terminar la lectura de una carta que encontré sobre el buró, pues me quedé dormido en mi butaca.

En cuanto hube entornado los párpados, parecióme hallarme en una gran ciudad y a punto de salir de una casa desconocida, ante cuyo portal estacionaba un coche fúnebre.

Para hacerme comprender mejor, debo advertir que allí, en aquel país extranjero, el fúnebre traslado de los difuntos no se verifica en esa especie de pirámides o catafalcos que aquí se usan, sino en un simple coche que llaman corbillard, y que sólo se diferencia de los demás carruajes por su forma rectangular alargada, sus adrales de cristal y la puertecita trasera, por la que se introducen los ataúdes.