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gesto amable con que me invitaba a penetrar en el interior del lúgubre vehículo.

Conservo todavía fiel recuerdo de su chaqueta negra, de sus galoncitos dorados, de sus diminutos botones de metal, y también de su pelo rubio y de sus ojos grises, situados a gran distancia uno de otro, y que hacían pensar, no sé por qué, en los ojos de ciertos peces.

En fin, señores, tendrán ustedes que convenir conmigo que en presencia de semejante persistente repetición de un mismo sueño, sobrados motivos tenía yo para sentirme profundamente inquieto.

Al cabo de unas semanas partí para París y fuí a hospedarme en el mismo hotel que mi bella inglesa.

Llegamos allí ya anochecido, aproximadamente a la hora de la cena, formando entre amigos y conocidos una asaz numerosa comitiva.

Apresuréme a quitarme los vestidos de viaje, y dirigíme acto seguido al ascensor, al objeto de bajar al comedor para tomar mi cena.

Al otro extremo del pasillo vi a algunos de mis conocidos que se dirigían también a toda prisa hacia el ascensor; pero fuí el primero en llegar a la puertecilla de la escalera, y llamé con el timbre eléctrico. A los pocos segundos oyóse el sordo ruido de la máquina que subía; luego la puertecilla se corrió y... de repente retrocedí cual si se me hubiese presentado ante los ojos la misma muerte en persona.

En el marco de la puerta estaba de pie un mu