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gular complacencia en rondar, montado a caballo, por las inmediaciones de su carro. Durante la tarde, cuando el Sol, a pesar de hallarnos aún en los primeros días de primavera, nos hería con sus ardientes rayos; cuando los mulos nos arrastraban perezosamente y se extendía la caravana por la estepa de tal modo que, estando junto al primer carro, apenas si podía distinguirse el último, recorría yo muy a menudo y sin necesidad todo el tabor de una a otra extremidad, sólo para poder contemplar de paso aquella rubia cabeza y aquellos ojos que no se apartaban ni un instante de mi pensamiento.

En un principio, más interesada estaba mi fantasía que mi corazón, y, sin embargo, la idea de no ser completamente extraño a toda aquella gente, de tener entre ella a una tierna alma gentil que con tanta simpatía parecía interesarse por mí, me proporcionaba un gran consuelo y como una suave esperanza. Tales sentimientos acaso ya no tenían su origen en la sola vanidad, sino en el afán tal vez que en este mundo siente el hombre por no esparcir las propias ideas y sentimientos sobre cosas tan poco determinadas como son los bosques y las estepas, sino por resumirlos en una criatura viviente de carne y hueso y, en vez de perderse en la lejanía de las cosas y en los espacios infinitos, encontrarse asimismo en un corazón amado.

Me sentía entonces menos solo, y el viaje fué adquiriendo cada día para mí nuevos atractivos, hasta entonces ni siquiera sospechados. Antes,

Liliana
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