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dados de que rodeaba a Liliana. Esta, sin embargo, comprendía perfectamente mi táctica, y aquella inteligencia entre los dos, que los compañeros ignoraban, constituía para nosotros un inestimable secreto.

Pero muy pronto las miradas, las fugaces expresiones de cortesía y las tiernas atenciones no fueron suficientes para mí. Aquella muchacha, de cabellos brillantes como el oro y mirada suavísima, me atraía con una fuerza desconocida e invencible.

Cuando, fatigado por las exploraciones a los apostaderos, con la voz enronquecida por el continuo gritar All right!, subía por fin a mi carro y, envolviéndome en mi piel de búfalo, cerraba los ojos para dormir, parecíame que los mosquitos y los cínifes zumbantes me cuchicheaban al oído su nombre: ¡Liliana!, ¡Liliana!, ¡Liliana! Su semblante se me aparecía en sueños, y al despertar, mi primer pensamiento, cual golondrina, volaba hacia ella. Sin embargo, ¡cosa extraña!, no me di cuenta en seguida de que este aliciente que a mis ojos iban tomando todas las cosas, de que el teñirse todos los objetos en mi espíritu con áureos colores, de que, en fin, el volar de mis pensamientos tras del carro de aquella muchacha fuese debido no a una amistad o inclinación por la huérfana, sino a un sentimiento mucho más avasallador, del que, una vez adueñado de nuestro ánimo, no nos es posible ya desprendernos.

Acaso me hubiera percatado de ello más pronto si no me hubiese creído hechizado sencillamente,