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de aquellos hombres, de Liliana, y que tenía en mis manos la suerte de toda aquella gente que erraba con los carros por las estepas.

II

Cuando hubimos pasado el Misisipí nos detuvimos una vez para pernoctar a la orilla del río Cedar, cuyas márgenes, cubiertas de algodoneros, nos prometían leña para toda la noche.

Al regresar al tabor, después de haber dejado en el bosque a varios de nuestros hombres con hachas, me encontré con que toda nuestra gente, aprovechando el buen tiempo y lo apacible de la tarde, se había esparcido por los ámbitos de la estepa. Era todavía muy temprano, porque, de ordinario, ya a las cinco nos deteníamos a pernoctar, a fin de emprender de nuevo la marcha al día siguiente antes del amanecer.

Muy pronto divisé a miss Moris; descabalgué y, tomando al caballo por la brida, me acerqué a Liliana, feliz de poder permanecer solo con ella, siquiera fuese no más que por un momento. Empecé preguntándole por qué, siendo tan joven y sola, se había atrevido a aventurarse en aquel viaje, capaz de acabar con las fuerzas de los hombres más robustos.

—Nunca hubiera consentido—díjela—en aceptarla a usted en nuestra caravana si no hubiese creído que era usted hija de la señora Atkins.