—Gracias, capitán—contestó conmovida.
Y continuamos conversando, latiéndome el corazón a mí cada vez más fuerte. Poco a poco, nuestra charla se iba haciendo cada vez más íntima y alegre, sin que ni uno ni otro previese las nubes que iban bien pronto a empañar aquel sereno cielo que nos cobijaba.
—¿Verdad que todos se muestran bondadosos y solícitos con usted, Liliana?—pregunté sin sospechar siquiera que aquella pregunta iba a originar una disensión entre nosotros.
—¡Oh, sí—contestó—, todos!: la señora Atkins, la señora Grossvenor, Henry Simpson... También Henry Simpson es muy bueno para conmigo...
El recuerdo de Simpson me hirió como el mordisco de una víbora.
— Henry es un carretero—contesté secamentey tiene que cuidarse de su carro...
Pero, absorta Liliana en sus pensamientos, no se percató del cambio de mi voz, y continuó cual si hablara consigo misma: — Henry tiene muy buen corazón y le quedaré eternamente agradecida.
—¡Miss—prorrumpí entonces muy resentido—, podéis concederle hasta vuestra mano! Sólo me extraña que me hayáis escogido a mí como confidente de vuestros amores.
Al terminar estas palabras miróme Liliana con ojos asombrados, sin proferir palabra, y así, en silencio, proseguimos nuestro camino, uno junto al otro. Yo no sabía qué decirle: mi pecho estaba