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otro. Declinaba el día; el tiempo era espléndido, y en el ambiente crepuscular se difundía tanta luz, que toda la estepa, la espesura lejana de los algodonales, los carros del tabor y las bandadas de ocas silvestres que volaban hacia el Norte, atravesando el cielo, aparecían rosados, con reflejos de oro.

Ni un ligero hálito movía las hierbas; oíase sólo en lontananza el rumor de las cascadas que forma en aquellos parajes el río Cedar y, mezclado con él, el relinchar de los caballos hacia la parte del campamento. El anochecer lleno de melancolía, aquellas tierras vírgenes, la proximidad de Liliana, todo me disponía de tal modo, que mi alma deseaba casi escapar de mi cuerpo para volar hacia el cielo. Antojábaseme vibrar cual una campana sacudida; asaltábame de vez en cuando el deseo de coger la mano de Liliana y de llevarla a mis labios para tenerla apretada contra ellos largo rato; pero temía que aquello la ofendiera. Y ella, mien—tras tanto, caminaba a mi lado apacible, dulce y pensativa. Sus lágrimas se habían secado ya, y, alzando de vez en cuando hacia mí sus ojos luminosos, llegamos en cariñosa charla hasta el campamento.

Aquel día, que tantas emociones había causado en mi alma, debía terminar alegremente. Regocijada la gente por la belleza del tiempo, había decidido celebrar un pic—nic, o sea una fiesta al aire libre. Después de la cena, más copiosa que de costumbre, encendióse una gran hoguera para bailar a su alrededor. Henry Simpson había segado para