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grave, que se oía el chisporroteo de las centellas en las hogueras y el confuso rumor de las cascadas que desde el río llegaba. Arrodillado junto a Liliana, contempléla varias veces, y vi que tenía los ojos singularmente relucientes y alzados hacia el cielo, y que sus cabellos estaban en desorden.

Y tan devotamente cantaba y con una actitud tan parecida a la de un ángel, que la oración de los emigrantes casi podía dirigirse a ella.

Terminado el rezo, dispersóse la gente en dirección a los carros, y, como de ordinario, efectuada la inspección de los guardias, fuíme yo también a descansar. Pero cuando los insectos nocturnos empezaron a zumbarme en los oídos, como hacían todas las noches, ¡Liliana!, ¡Liliana!, pensé que en su carro dormía la niña de mis ojos, el alma de mi alma, y que en el vasto universo no existía ni podía existir un ser para mí más querido que aquella preciosa criatura.

III

Al amanecer del día siguiente atravesamos felizmente el río Cedar y penetramos en la landa que se extiende entre aquel río y Winnebago y, torciendo ligeramente hacia el Mediodía, va acercándose a la cadena de bosques que bordea las márgenes inferiores del Gowa.

Liliana no se atrevía a mirarme a los ojos; pero observé que estaba pensativa y como si se aver-