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miendo, durmiendo, cantando o tirando, por puro pasatiempo, a las ocas silvestres que en bandadas estrechas y larguísimas cruzaban el campamento.

Aquellos diez días fueron también los mejores y los más felices de toda mi vida. Desde por la mañana hasta el anochecer no me separaba un momento de Liliana, y de aquel constante trato que, empezando por fugaces entrevistas, había acabado por convertirse casi en verdadero consorcio de mi vida, adquirí el convencimiento absoluto de que mi amor por aquella suave y bondadosa niña había de ser eterno. Pude entonces conocerla más de cerca ya fondo. Muchas veces, durante la noche, en vez de dormir pensaba en qué fuese lo que me la hacía tan querida y tan necesaria a mi vida como el aire a mis pulmones. Dios lo sabe; estaba enamorado, enamoradísimo de su semblante encantador, de sus doradas trenzas, de sus ojos cerúleos, como el ciclo de la Nebraska, y de su talle flexible y esbelto, que parecía decirme: «Ayúdame y protéjeme siempre, porque sin ti no sabría vivir.» Dios lo sabe: amaba yo todo lo que le pertenecía, el más insignificante de sus pobres vestidos y adornos, y sentía hacia ella tan potente, tan fatal atracción, que todavía hoy no me sería posible, ni remotamente, explicarla.

Pero había en Liliana otro poderoso encanto: su suavidad y su ternura. Muchas mujeres había hallado yo en mi camino; pero un ángel semejante no lo encontró jamás, ni volveré nunca a encontrarlo, y cuando lo pienso me siento invadido por una