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dulce resignación, y su cabeza divina estaba como rodeada de una aureola de sacrificio. Al darle la mano apoyó dulcemente la cabecita sobre mi hombro y, sin apartar sus ojos del cielo, díjome: —Ralf, repíteme que soy tu esposa; repítemelo a menudo.

En los desiertos y en las estepas no eran posibles otros desposorios que los del corazón; por tanto, me arrodillé en aquel bosque, y cuando la niña mía se hubo también arrodillado junto a mí, dije: — En presencia del cielo, de la tierra y de Dios, declaro, Liliana Moris, que te tomo por esposa.

Amén.

Y ella añadió: —Soy tuya para siempre y hasta la muerte; soy tu mujer, Ralf.

Desde aquel instante éramos casados; ya no era Liliana mi amante, sino mi legítima esposa; y esta idea nos llenó a ambos de sosiego y de suavidad; suavidad y sosiego que penetraron en lo más hondo de mi corazón, donde surgió un nuevo sentimiento, un sentimiento de respeto santo hacia Liliana, y para conmigo mismo, una honradez y una seriedad grandísimas, bajo cuyo influjo se ennoblecía y santificaba mi amor.

Cogidos de la mano, alta la cabeza y serena la mirada, llegamos al tabor, donde la gente estaba inquieta por nosotros. Algunos de nuestros hombres habían partido por todos los lados para buscarnos, y con gran sorpresa supe más tarde que