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arrastrar nuestros pesados carros por la cuesta, cubierta de hierba.

Finalmente, una tarde apercibimos en el lejano horizonte una cosa que parecía un espejismo: como unas nubes crestadas, medio diluídas en la lejanía, brumosas, cerúleas, blancas y doradas en las cumbres e inmensas de la tierra al cielo.

Ante aquel espectáculo alzóse un griterío por toda la caravana: los hombres se subieron al toldo de los carros para ver mejor, y por todas partes oíase que gritaban: — Rocky Mountains! Rocky Mountains! (1).

Y agitaban los sombreros, y en sus semblantes se pintaba un grandísimo entusiasmo.

Así saludaron los norteamericanos las Montañas Rocosas. Yo, por el contrario, corrí a mi carro, y abrazando tiernamente a mi esposa querida, juréle una vez más y con toda mi alma eterna felicidad ante aquellos altares de Dios, que hasta el cielo se elevaban, y desde cuyas cimas descendían un solemne misterio, el pavoroso respeto de lo inaccesible y el éxtasis de lo sublime.

El Sol se había hundido en el ocaso, y pronto el crepúsculo cubrió toda la región; pero aquellos gigantes, dorados por los postreros destellos, parecían inmensas pirámides de carbones encendidos y de lava fulgurante. Aquel rojo candente fué trocándose en un violáceo cada vez más obscuro, y por fin todo desapareció, fundiéndose en la uni—) Las Montañias Rocosas! ¡Las Montañas Rocosas!—(N. del T.)