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nuada, porque todo el día era menester tirar de los carros con sogas para ayudar a los mulos, o sostenerlos en los sitios peligrosos. Poco a poco, los más débiles se sintieron desanimados y sin el empuje necesario; muchos enfermaron, y uno, que de resultas de un esfuerzo había tenido una hemorragia bucal, en tres días falleció, maldiciendo la hora en que le había venido la idea de dejar el puerto de Nueva York.

Nos hallábamos entonces en la peor etapa del viaje, cerca del riachuelo que los indios llaman Kiowa. Allí no se erguían los peñascos tan altos como en el confín oriental del Colorado; pero, en cambio, todo el país, hasta donde la vista podía alcanzar, estaba cuajado de pedruscos y guijarros, puestos unos encima de otros sin orden ni concierto. Tenían aquellas piedras, unas en pie y otras extendidas por tierra, el aspecto de un colosal cementerio arruinado con las lápidas vueltas del revés.

Eran las verdaderas «tierras maléficas» del Colorado, correspondientes a las que se extienden al norte de la Nebraska. Merced a titánicos esfuerzos, pudimos salir de allí al cabo de una semana.

VII

Después nos detuvimos al pie de las Montañas Rocosas. Sentíme sobrecogido de espanto al contemplar de cerca aquel monumento de granito, uyas laderas fajaban luengos desgarros de nubes: