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lecer los ánimos y reavivar la confianza. Nuestra gente soportaba las calamidades con la perseverancia ingénita en los norteamericanos; pero sus fuerzas estaban exhaustas, y yo solo, con mi salud de hierro, resistía las fatigas.

Muchas eran las noches en que apenas dormía dos horas; tiraba de los carros como los demás, colocaba las guardias en los apostaderos, rondaba constantemente el campamento; en una palabra, prestaba un servicio dos veces más pesado que el de los otros hombres; pero es evidente que la felicidad aumentaba, centuplicaba mis fuerzas.

En efecto; cuando, cansado y abatido, llegaba a mi carro, encontraba en él lo que de más queridc tenía yo en el mundo: un corazón fiel y una tierna mano que enjugaba el sudor de mi frente. Liliana, aunque algo doliente, no se dormía nunca antes de mi llegada, y cuando suavemente la reprendía, cerrábame la boca con sus besos, suplicándome que no me incomodase por ello; después de lo cual se entregaba al sueño, teniéndome cogido de la mano. Muchas veces, si se despertaba, cubríame con pieles de castor, a fin de que yo pudiese descansar mejor. Siempre suave, cariñosa, solícita y enamorada, adorábala yo, besaba sus vestidos cual si fueran las reliquias de una santa, y nuestro carro parecía casi un templo. Tan pequeñina como era, frente a aquellas gigantescas moles de granito, hacia las cuales alzaba tímidamente los ojos, superábalas, sin embargo, de tal modo, que, estando junto a ella, desaparecían aquellas montañas de