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Sta. Raquel. —Vas a saberlo. La señora de que hablo vivía con una sirvienta, anciana también, y su loro Borbón, al que había enseñado a decir muchas cosas. Parece que una vez éste oyó a un nietito de la señora, que, jugando con su hermano le decía: dame mi fusil; y como nunca había oído tales pala- bras, le llamaron la atención, repitiendo de continuo: dame mi fusil, dame mi fusil.

Una noche entraron ladrones a la casa de mi amiga. La pobre señora los 0yó cruzar el patio y subir una escalera que daba al piso principal; pero era tal su miedo, que no se atrevió a moverse para llamar a la criada. Seguramente lo hubiera pasado muy mal a no haber sido por Borbón, que, desper- tando al ruido que hacían los malhechores, em- pezó a decir a gritos: dame mi fusil, dame mi fusil. Ustedes saben que la voz del loro suele a veces asemejarse tanto a la del hombre que engaña a quien no esté prevenido.

Tal sucedió entonces; los ladrones, creyendo que el dueño de casa pedía un arma, huyeron a toda prisa sin hacer el menor daño a nadie.

Ya ven cómo el loro puede, en ciertas ocasio- nes, ser tan útil y servicial como el mejor de los perros.