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¡Un nido! En él, confiados y tranquilos, a los trabajos de la vida ajenos, reposaban, implumes todavía, del pajarillo errante los hijuelos.
La madre, en ese instante, repartía en los picos abiertos el sustento, y, al distribuir los granos, parecía que repartiera entre sus hijos, besos.
Mientras el tierno grupo contemplaba, vió el niño que, en continuo revoleo, piaba sin cesar, cual si gimiera, en torno de él, el pobre benteveo.
Y al acercarse de su amor al nido, batiendo las alitas sin sosiego, enviaba a sus hijuelos tierno trino cual si decir deseara: ¡cuánto os quiero!
Quedóse el niño mudo de sorpresa contemplando aquel cuadro, y discurriendo cómo un hogar tan frágil e inseguro podía dar cabida a un mundo entero.
Mas de pronto, golpeándose la frente, dijo el rapaz muy serio: «¡Ya comprendo! ¿No hay aquí una mamá como la mía? Pues es claro que el mundo está completo.»