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tirnos a nosotros, pero en cambio molestarían a los demás; o, mejor dicho, porque el uso de nuestra libertad privaría a otros de la suya, o sea de la libertad de tener vidrios en- teros en sus ventanas, de dormir durante la noche, y de transitar tranquilamente por las calles. :

Si bien lo consideras, esa limitación es benéfica para nosotros mismos, pues claro está que si se nos permitiera hacer cuanto deseáramos, otros podrían ser los que nos molestaran a nosotros, nos apedrearan los vidrios, nos impidieran dormir o nos insultaran en la calle.

Para evitar tales abusos, nuestro país, como todos los paí- ses civilizados, ha organizado su policía. Los agentes del orden público no tienen derecho de castigar a nadie: su mi- sión se limita a intervenir para recordar a los individuos lo que las leyes disponen; si éstos no obedecen o cometen verdaderos atentados contra los demás, como injuriarles, asaltarles, robarles o herirles, los vigilantes deben llevar al agresor a la comisaría, para que se determine allí si es o no culpable el detenido.

Lo que a ti te pareció rigor excesivo de parte del agente, lo habrías encontrado muy puesto en razón si el molestado por el infractor hubieses sido tú.

Supón que otro niño fuese quien recorriera los jardines en bicicleta, y tú el atropellado, ¿qué hubieras dicho?

Tan confundido estaba Julito que no atinó a contestar. Pero su padre comprendió que lo había convencido del justo proceder del empleado al privarle de una libertad cuyo uso podía ser causa de que otros no gozaran de la suya.