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Mas al lado de esos abnegados y sublimes servidores hay millares de otros que, sin haber formado jamás en los campos de batalla, han consagrado su vida al servi- cio del país. No pelearon con el enemigo, sencillamente porque pasados los primeros años, la Argentina ya no los tuvo.

Pero, entendámonos: aunque no tuvo enemigos en los pueblos extranjeros, que reconocieron su derecho a la liber- tad, los tuvo y muy serios dentro del país mismo. ¿Se sorprenden ustedes? Voy a explicarme. Esos enemigos, o mejor dicho algunos de ellos, eran los siguientes: la ig- norancia, que dominaba en gran parte del pueblo; el de- sierto, que era necesario conquistar y transformar en campiñas florecientes, donde, en lugar de fieras temibles, pastaran rebaños de ganado, y en cuyo suelo el trigo re- emplazara a la paja brava y a la ortiga. Tenía aún otros enemigos más: la pobreza, que impide progresar a un país y sigue siempre a las guerras; la escasez de buenos libros y periódicos en los que el pueblo pudiera seguir los adelan- tos del propio país y del mundo entero; el atraso material de las ciudades y pueblos que carecían hasta de las cosas más indispensables; y otros no menos temibles contra los que era menester combatir.

Es claro que en esos combates no se derrama sangre, pero los soldados que los sostienen deben a menudo hacer a un lado sus propios intereses para ocuparse de los de la patria.

De algunos de esos servidores les he hablado en este libro; he querido mostrarles aunque fuera unos pocos ejem-