dera, pintadas y plateadas. Sus cabelleras resplandecian como el sol; pero más hermoso era aun el sol de Dios, que se ponia en aquel momento, encendido, y lanzaba sus rayos por los vidrieras de la iglesia.
Y la mujer del tambor miró el cielo teñido de púrpura y creyó ver al Señor cara á cara. Y reflexionó profundamente pensando en el niño que la cigüeña debia traerle. Esta idea la alegraba y con los ojos fijos en el dorado horizonte, deseó que su hijo tuviese algo de aquel brillo de sol ó que á lo ménos se pareciese al hermoso ángel del magnífico altar nuevo.
Y cuando tuvo al niño en sus brazos, y lo presentó al padre, la criatura se parecia á uno de los ángeles de la iglesia. Sus cabellos relucian como el oro, se veia en ellos el resplandor del sol poniente.
« Mi tesoro dorado, mi todo, mi sol, » exclamó la madre, besando sus cabellos. Y sus grites de júbilo resonaban como una música en la estancia del tambor. ¡Cuánta alegría, cuánta animación! El padre dió un redoble en el tambor con el que anunciaba los incendios: pero era un redoble placentero.
El tambor decía:
« Rataplan, rataplan. Cabellos colorados, el niño tiene el pelo colorado. Creed el pellejo del tambor y no lo que dice su madre. ¡Rataplan, ralaplan! »
Y la ciudad dijo, en efecto, lo mismo que decia el tambor que le anunciaba los incendios.