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ducida, como fué la de Santa Fe, en la época caótica a que me he referido.

Como en todas las sociedades humanas, en Santa Fe, los individuos, según sus distintos grados de civilización se han agrupado en dos tendencias atraídos por afinidades recíprocas, constantemente oscilantes en dirección y fuerza. Santa Fe no ha sido una excepción, en más o en menos, del resto del país y por tanto, puede atribuirse a los modeladores que le cupieron en suerte la diferente conducta del pueblo y las consiguientes manifestaciones de su estado social.

Ya el enviado norteamericano Rodney, en el informe que presentó a su gobierno en 1818, en virtud del cual se produjo el reconocimiento de nuestra independencia por Estados Unidos, calificaba a los santafecinos de «insubordinados y manifestando en la máxima parte de las ocasiones una desconfianza excesiva de sus vecinos».

Para buscar el origen de esta desconfianza que apartó a Santa Fe, como entidad, de las luchas por la independencia a poco de iniciadas, conviene detenerse a examinar las causas aparentes y las reales que la produjeron. Generalmente se atribuye este recelo a un sentimiento de malquerencia surgido entre Buenos Aires y las Provincias, por la superioridad de que se jactaban los porteños. A este respecto he leido en Róbertson que, cuando Artigas, el arquetipo de los caudillos, se plegó a la Revolución, por causa de su espíritu altanero y dominador no podía avenirse a seguir con mando inferior a las órdenes de un general de Buenos Aires y en presencia de sus paisanos a quienes, desde que comenzó a ponerse en tela de juicio la autoridad del Rey de España, se había acostumbrado a considerarlos como sus súbditos legítimos; agregando que, por otro lado, los jefes cultos de Buenos Aires le creían semi bárbaro y lo trataban sin el respeto a que él se creía acreedor por su rango.

Análoga conclusión parece desprenderse de lo narrado