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V. Blasco Ibañez

cerrar la noche todos mirábamos inquietos la negrura del cielo cortada por las mangas luminosas de los reflectores, preguntándonos si dormiríamos en paz ó si las escuadrillas aéreas, con sus proyectiles, vendrían á interrumpir nuestro sueño!...

En los diversos pisos de mi casa existían cuatro pianos, y todos ellos sonaban desde las primeras horas de la mañana hasta después de media noche. Las vecinas distraían su aburrimiento ó su inquietud con un pianoteo torpe y monótono, pensando en el marido, en el padre ó en el novio que estaban en el frente. Además, había que preocuparse del carbón, que era puro barro y no calentaba, del pan de guerra, nocivo para el estómago, de la mala calidad de los víveres, de todas las penalidades de una vida triste, mezquina y sin gloria á espaldas de un ejército que se bate.

Nunca trabajé en peores condiciones. Tuve las manos y el rostro agrietados por el frío; usé zapatos y calcetines de combatiente, para sufrir menos los rigores del invierno.

Así escribí Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Reconozco que hoy no podría terminar una novela en aquella menguada habitación, con tres pianos sobre la cabeza, otro piano bajo los pies, y una ventana al lado dando sobre una calle maloliente, por la carencia de limpieza pública, donde jugaban á gritos docenas de chiquillos faltos de padres, pues éstos sólo de tarde en tarde podían alcanzar un permiso para volver del frente. Además, transitaban por ella sin descanso cantores populares y toda clase de estrépitos, excepcionalmente tolerados.

Pero el ambiente heroico de la guerra influía en nosotros, y durante cuatro años vivimos todos en París de un modo que nos asombra ahora al recordarlo.