mo, importándole un bledo cuanto sucedía en la calle.
—¡Dios mío, cómo gritan!—gruñó, imaginándose las bocas muy abiertas, con las muelas no atormentadas por el dolor.
A no ser por el que le hacía ver las estrellas, hubiera podido gritar como los demás, quizá más fuerte aún. Al pensar en esto, se hizo más cruel su sufrimiento, y Ben-Tovit empezó a balancear furiosamente la cabeza y a lanzar gritos.
—Cuentan que curaba a los ciegos—dijo su mujer, que no se apartaba de la barandilla ni dejaba de mirar abajo.
Y tiró una piedrecita al sitio por donde pasaba Jesús, que avanzaba lentamente, medio muerto ya a latigazos.
—¡Tonterías!—respondió Ben-Tovit con acento burlón—. ¡Si posee, en efecto, el don de curar, que me cure a mí el dolor de muelas!
Y tras un corto silencio añadió:
—¡Dios mío, qué polvareda han levantado! ¡Ni que fueran un rebaño! Debían de echarlos a palos. ¡Llévame abajo, Sara!
Su mujer tenía razón. El espectáculo le había distraído un poco, o quizá el estiércol pulverizado le había aliviado. El caso es que no tardó en dormirse. Cuando se despertó, el dolor había desaparecido casi por completo; sólo el lado derecho de la mandíbula parecía ligeramente hinchado; tan ligeramente, que apenas se notaba. Al menos, así lo aseguraba su mujer. Ben-Tovit, escuchándola,