otros camaradas; cambiaba besos con todos y los miraba con ojos amorosos y tiernos.
El subjefe no bebió «Brudeschaft» con él, pero le dijo amistosamente:
—Venga usted por casa alguna vez. Mis hijas verán con curiosidad a un hombre a quien le gustan las negras.
Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a causa de la cerveza, todos convinieron en que era muy chic.
Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos juntos salieron a la calle, tropezando con los transeuntes. Kotelnikov marchaba en medio de sus camaradas, sostenido por Polsikov y Troitzky.
—No, muchacho—decía—; no puedes comprenderlo. En las negras hay algo exótico.
—Tonterías—contestaba severamente Polsikov—. No sé lo que puede encontrarse en ella. Del color del betún...
—No, amigo; careces de gusto. La negra es una cosa...
Hasta entonces no había pensado nunca en las negras, y no acertaba a dar con la definición justa.
—¡Tienen temperamento!
Pero Polsikov no se dejaba convencer y seguía discutiendo.
—¡Haces mal en discutir!—le dijo Troitzky—. Nuestro amigo Kotelnikov tendrá sus razones. Además, sobre gustos no hay nada escrito.
Y dirigiéndose a Kotelnikov, añadió:
—¡No hagas caso, Semen! Sigue pirrándote por