que se encargaron gustosísimos de la delicada misión de traducir los cumplimientos entusiásticos que la negra dirigía a Kotelnikov.
—Dice que no ha visto en su vida a un gentlemán tan guapo y simpático. ¿No es eso, miss Korrayt?
Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura, parecida al teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos de sus ojos. Kotelnikov movía también la cabeza, saludando, y balbuceaba:
—Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico.
Y todos estaban tan contentos.
Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano a miss Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocos espectadores. Un viejo comerciante, incluso lloró de entusiasmo en un acceso de sentimientos patrióticos. Después se bebió champaña. Kotelnikov tuvo palpitaciones, guardó cama durante dos días y muchas veces empezó a escribirle a su madre: «Querida mamá»—escribía—y su debilidad le impedía siempre terminar la carta.
A los tres días, cuando llegó a la oficina, le dijeron que su excelencia el director quería verle.
Se arregló con un cepillo el pelo y el bigote, y, lleno de terror, entró en el gabinete de su excelencia.
—¿Es verdad que a usted... que a usted...?
El director buscaba palabras.