En cuanto llegó, en su carrera, a cierta callejuela angosta y tortuosa, se detuvo. ¿Iba a huir de todos los estudiantes de la ciudad? Además, sus perseguidores sólo eran dos.
Volvió sobre sus pasos y no tardó en encontrarse de nuevo en la avenida. Se sentó en un banco y comenzó a considerar, con sangre fría, la situación.
«¡Sobre todo, calma!—se dijo—. No hay moti vos para alarmarse. ¡Que se vaya al diablo la muchacha! Tanto peor para ella si me toma por un espía. ¿Qué me importa a mí? No me conoce, ni los estudiantes tampoco. Ni siquiera han podido verme la cara, pues me he levantado el cuello del gabán.»
Se reía ya un poco, regocijado por tal pensamiento, cuando, de súbito, una idea terrible puso fin a su regocijo.
«Pero ¿y ella? ¡Ella me ha visto! ¡Durante una hora entera ha podido estudiar mi rostro, y si me encuentra en alguna parte...!»
Se imaginó toda una serie de posibilidades terribles.
Como hombre ilustrado, asistía a la Universidad siempre que se daban en ella conferencias interesantes, a los teatros, a los museos; y en todas partes se exponía a toparse con la muchacha, a quien, seguramente, saldría a acompañar toda una banda de estudiantes de ambos sexos, pues aquellas muchachas rara vez iban solas, y si le veía...