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y el entusiasmo con que escribió aquellas líneas firmes y enérgicas... No tenía mas que arrancar las páginas y enviárselas a la muchacha. Ella las leería, y lo comprendería todo; pues, al fin, era una señorita inteligente y de corazón noble. ¡Al cabo había dado con la solución! ¡A casa en seguida! Además, tenía un hambre horrible...

Le abrió la puerta su mujer.

—¿Dónde has estado?—le preguntó llena de angustia—. ¿Qué te pasa?

Quitándose precipitadamente el gabán, el profesor dijo con cólera:

—Es un fastidio: la casa está llena de gente, y no hay nadie que me cosa el botón del abrigo.

Y se dirigió a su gabinete.

—¡Pero ven a comer!—le dijo su mujer.

—¡Déjame tranquilo! No me sigas.

Una vez solo, se puso a registrar con mano febril su biblioteca. Había en ella numerosos libros y papeles; pero el diario no parecía. Como tropezase con un paquete de cuadernos de sus discípulos, lo rechazó indignado. Sentado en el suelo, buscaba nerviosamente en el cajón inferior del armario, lanzando suspiros de desesperación. ¡Por fin! ¡Allí estaba su diario! Un cuaderno azul, de escritura vacilante, ingenua... Algunas flores secas dentro, un ligero perfume... ¡Dios mío, qué joven era entonces!

Se sentó junto a la mesa y empezó a hojear el diario, sin encontrar lo que buscaba. Observó que algunas páginas estaban arrancadas. De pronto,