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Confuso, evitando algunos detalles, Krilov refirió a su mujer su aventura con la joven estudianta, y manifestó sus temores de que la muchacha pudiera encontrárselo por casualidad.

—¿No es más que eso, pues?—gritó Macha tranquilizada—. ¡Y yo que me había figurado cosas terribles! No hay por qué atormentarse; no tienes más que afeitarte la barba y quitarte las gafas para que no te reconozca. Durante las clases puedes tener las gafas puestas.

—Sí, pero... eso no me cambiará mucho. Si al menos yo tuviese una buena barba... como los demás...

—No digas tonterías; tu barba es admirable. Lo he dicho siempre y lo repito.

El profesor experimentó un gran alivio. Abrazó a su mujer y le hizo cosquillas con la barba detrás de la oreja. A media noche, cuando Macha se fué a la cama y el silencio reinó en la casa, llevó a su gabinete un espejo y agua caliente, y empezó a afeitarse. Además de la lámpara se vió obligado a encender dos bujías; tanta luz le molestaba un poco. Habiéndose afeitado un lado de la barba, se miró fijamente a los ojos y se detuvo como paralizado. «¡Mira cómo eres!», se dijo como si mirase a otra persona.

Verdaderamente no era guapo; su rostro esta ha envejecido, mustio, lleno de arrugas; sus ojos no tenían brillo; las gafas le habían dejado una señal roja en lo alto de la nariz. Había en su fisonomía un no sé qué de gris, de muerto, como si no