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enfermos. Veían ante ellos el cielo frío, de nubes grises y pálidas, muy elevadas.

Las tinieblas descendían. Lejos, por encima de los árboles del bosque, que se veía apenas, cerníase una bandada de grajos en busca de un lugar donde pasar la noche. Formaban una larga cinta viviente, y aunque eran numerosos, en sus gritos se adivinaba un sentimiento de soledad, el temor de una interminable noche fría, una queja dolorosa. Varios grajos se destacaron de la bandada, y cuando estuvieron más cerca, pudo verse que cuatro de ellos perseguían a otro; después todos desaparecieron tras el bosque.

Petrov, considerablemente calmado después del ataque de la víspera, miraba fijamente, ora a los pájaros, ora al médico. Guardaba un silencio tenaz. Pomerantzev también había enmudecido, y con gesto severo miraba a lo alto.

—Se está bien ahora en casa—dijo con una voz que parecía, no se sabe por qué, de asombro—. No estaría mal tomar ahora te.

—¡Vuelan aquí!—dijo Petrov.

Se puso pálido y se acercó más al doctor.

—¿Vamos?—propuso éste—. Usted, señor Pomerantzev, vaya delante.

Estas palabras sonaron en los oídos de Pomerantzev como una llamada al poder. Se irguió orgullosamente, y empezó a andar con paso firme, imitando con las manos los movimientos de un tambor y tarareando algo parecido a una marcha guerrera.