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—¿Me ha encargado usted que haga algo? Me parece que ya está todo.

La enfermera, que se sentía dichosa todavía porque el doctor no había vuelto, algunas noches antes, al Babilonia, respondió afectuosamente:

—Sí, querido Georgi Timofeievich, lo ha hecho usted todo. Le estamos muy agradecidos yo y el doctor. ¿Comprende usted? ¡Yo y el doctor! Yo y el doctor...

—Me alegro mucho. Temía haber dejado algo por hacer.

Y seguía apresuradamente su camino.

Cuando llegó la noche, Pomerantzev trató en vano de conciliar el sueño: daba vueltas, suspiraba; pensaba en mil cosas, pero no lograba dormirse. Entonces se volvió a vestir y se fué a ver al muerto. El largo corredor no estaba alumbrado sino por una lamparilla, y apenas se veía en él. En la cámara mortuoria ardían tres gruesos cirios, y otro, muy fino, alumbraba el breviario que leía en alta voz una monja llamada para velar al muerto. Había mucha luz en la estancia; el aire estaba impregnado de olor a incienso. Cuando entró Pomerantzev, su cuerpo proyectó sobre el suelo y sobre las paredes algunas sombras vacilantes.

— Deme usted su breviario, hermanita—propuso Pomerantzev a la monja—. La reemplazaré a usted un rato.

La monja, que, en plena juventud, se pasaba la vida leyendo oraciones a la cabecera de los muer-