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a sus aposentos! Es hora ya de que todo el mundo descanse. Harto hemos esperado al novio, y aun que nos lo ha recomendado el propio emperador, no somos lo bastante ricos para hacer arder toda la noche aceite y alquitrán. ¡Que se apaguen todos los fuegos!

Astolfo.—¿Y cuáles son las órdenes del conde en lo que se refiere a las mesas servidas?

El conde.—¡Que les echen toda la comida a los perros! Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos mas hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. Sí, Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos.

Astolfo.—¡A vuestras órdenes, conde!

El conde.—Sí, Astolfo, hay que ser económicos. Seamos como aquella burguesa prudente que, después de casar a su hija, se nutrió durante medio año con los restos del festín nupcial. Escatima cada pedazo, pésalo, calcúlalo. Si se cubre de moho, corta la parte superior; a pesar de eso, lo comeremos muy a gusto.

Astolfo.—Los barones están furiosos; desde por la mañana están esperando al duque, al noble prometido de la noble condesa Elsa.

El conde.—¡Los barones! Y tú, Astolfo, ¿estás contento? A juzgar por tu cara, me parece que no. (Reparando en su hija.) ¿Ah, estáis ahí,