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—Ya llegará la hora en que usted se arrepienta.

—No. Quizá cuando me haga vieja o cuando me vaya a morir; pero no se trata de eso. No puede tomarse en serio semejante arrepentimiento: peca una toda su vida, años y años, y luego, cuando es ya demasiado tarde, comienza a arrepentirse... No; en cuanto a eso, sé a qué atenerme.

—Tiene razón—afirmó la joven prostituta Kravchenko, que seguía la discusión con un interés sostenido—. ¡Se divertiría, cantaría, bebería, recibiría hombres, y luego, de la noche a la mañana, a hacer penitencia! No; sería demasiado cómodo. De ese modo, hasta a los mayores pecadores les sería fácil convertirse en santos.

El joven abogado la miraba con una atención siempre en aumento. Asombrábase de no haber visto hasta entonces a aquellas mujeres y de no saber siquiera dónde se encontraba su casa de tolerancia.

El presidente hizo un gesto de desesperación y dijo al sacerdote:

—Perdóneme usted... Tozudez semejante... Dispense que la hayamos molestado...

El sacerdote saludó y volvió a su sitio. Sus manos, mientras arreglaban la cruz que pendía sobre su pecho, temblaban ligeramente.

—¡Esto es magnífico!—comentó entusiasmado, en voz queda, el artesano de los últimos bancos, volviendo a todos lados su rostro, radiante de alegría, sonriente.

El acusado, a quien contrariaba el retraso cau-