Y sin esperar el permiso se puso de pie, y, fijando los ojos en Karaulova, le preguntó:
—Diga usted, testigo, ¿cuál es su nombre de pila?
—Grucha.
—Grucha es el diminutivo; pero el verdadero nombre es, si no me engaño, Agrafena, ¿no es eso? Es un nombre cristiano. Así, pues, ha sido usted bautizada y se le ha puesto tal nombre. Por consiguiente...
—No; al bautizarme me pusieron el nombre de Pelagueia.
—¿Cómo? Si acaba usted de afirmar que la llaman Grucha...
—Sí, me llaman Grucha; mas mi verdadero nombre es Pelagueia.
—¡Cómo! Entonces...
Pero el presidente le interrumpió:
—Sí, señor fiscal, tiene razón: en la lista también figura con el nombre de Pelagueia. Puede usted cerciorarse.
—Entonces, no tengo nada más que decir.
Se separó los faldones de la levita, y, lanzando una mirada severa al acusado y a su defensor, se sentó.
Karaulova esperaba. La situación se iba haciendo ridícula.
En el público se hablaba del incidente en alta voz, y el ujier, levantando amenazadoramente el dedo, trataba de restablecer el silencio para mantener incólume el prestigio del tribunal. Mas el regocijo era tan desbordante, que se hacía muy poco caso de aquella advertencia.