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tudios, crean que abordamos un motivo baladí, y acaso hasta digno de censura. Sí, esto es muy posible todavía, porque aunque el mundo ha progresado mucho socialmente en los dos últimos siglos, y el espíritu de tolerancia religiosa y de confraternidad humana, han permitido ya conjunciones y obras evangélicas tan sublimes como aquel Congreso de las religiones de Chicago, que arrebató el entusiasmo de Castelar con una de sus más bellas y sublimes alabanzas; todavía hay quienes por su fanatismo, por su ignorancia ó por su rutinario discurso, cuando hablan del pueblo semita, en cualquiera de sus ramas y nacionalidades, no piensan más que en la raza deicida y en un tropel de mercaderes desharrapados, sucios, codiciosos y capaces de todas las infamias y crímenes por atesorar algunos centenes de oro. Pues qué, ¿no hemos visto y oído, en uno de estos últimos días —y citamos el hecho como un caso curioso de psicología social, sin ánimo de molestar á nadie—que un diputado republicano, quien por su natural comunión política entraña y simboliza la representación de los sentimientos democráticos, y del espíritu de tolerancia y reparación que se debe á las razas un día perseguidas y vejadas, por cultos religiosos y confesionales, de los que nadie es individualmente responsable, deseando zaherir y me-