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-¿Cómo es eso?-preguntó Lorenzo.

—Escucha y lo oirás-prosiguió Inés.-Conviene tener prontos dos testigos muy ladinos y bien impuestos. Se busca al cura; la dificultad consiste en cogerle descuidado, y que no pueda escaparse. El novio dice: «Señor cura, ésta es mi mujer;» y la novia dice: «Señor cura, éste es mi marido.» Es preciso que el cura y los testigos lo oigan bien, y el casamiento queda hecho, y tan válido como si lo hubiera hecho el Papa en persona. Dichas estas palabras, por más que el cura chille, que alborole, que se dé al diablo, no bay remedio, sois marido y mujer.

—¿Será posible?-exclamó Lucia.

—¿Cómo?-dijo Inés,-¿conque en treinta años que estoy en el mundo ántes que vosotros, no habré aprendido nada? La cosa es como os la digo; por más señas, que una amiga mia que queria casarse con uno contra la voluntad de sus padres, consiguió de esta manera su intento. El cura, que tenía sospechas, estaba sobre aviso; pero los dos diablillos hicieron la cosa con tanta maña, que le cogieron descuidado; dijeron las palabras, y quedaron casados, aunque la pobrecilla se arrepintió luégo á los tres dias.

La cosa, en efecto, sucedia como la pintaba Inés. Los casamientos contraidos de este modo eran entónces, y fueron hasta nuestros dias, considerados como válidos; pero como no acudian á semejante expediente sino las personas que encontraban obstáculo por la vía ordinaria, los curas procuraban evitar semejante cooperacion forzada, y cuando alguno de ellos se veia sorprendido por una de tales parejas con sus testigos, buscaba todos los medios para zafarse como Proteo de las manos de los que querian obligarle á vaticinar por fuerza.

—Si fuera eso verdad, Lucía!-dijo Lorenzo mirándola como quien espera una respuesta satisfactoria.

—¿Como si fuera verdad?-replicó Inés:-tú tambien crees que yo cuento patrañas? Yo me afano por vosotros, y vosotros no me dais crédito; pues bien, componeos como podais, que yo por mi parte me lavo las manos.

—jAh, no! no nos abandone usted,-exclamó Lorenzo.- ¡Digo esto porque el recurso me parece tan demasiado bueno! Me pongo, pues, en sus manos como si fuera mi verdadera madre.

Disiparon estas palabras el enfado momentáneo de Inés, la cual olvidó un propósito que seguramente no fué sino de boca.

—Pero, madre,-preguntó Lucía con su modesta sumi-