tentrional de la Australia, y en pocas semanas completó su carga de aquellos coriáceos moluscos, que son tan apreciados en los mercados chinos y malayos.
Aunque en aquella primera campaña de pesca había realizado muy buenas ganancias, al principiar la nueva estación volvió a hacerse a la mar, llevando esta vez consigo a sus dos sobrinos, huérfanos desde hacía varios años, y a los cuales pensaba llevar consigo en todos sus viajes para hacer de ellos dos buenos marinos.
Los dos jóvenes, hijos de un valiente capitán, muerto en las costas de Borneo en un encuentro con los piratas del sultán de Varanni, aceptaron con entusiasmo la proposición de su tío, por más que no ignoraban los peligros de la pesca del trépang, no porque estos moluscos estén dotados de armas defensivas, sino por los parajes en que hay que pescarlos, poblados todos ellos de salvajes antropófagos.
Eran entrambos bien jóvenes, como ya hemos dicho—Hans de diez y seis años y Cornelio de veinte—; pero el capitán Van-Stael podía estar seguro de su valor, porque acostumbrados a andar por las espesas selvas de Timor persiguiendo animales salvajes, y a navegar por los peligrosos mares de las Molucas, eran hombres para todo.
Queda, pues, explicado cómo aquel junco, con tripulación china mandada por europeos, había anclado en aquella profunda bahía de la costa de Carpentaria, donde tanto abundan los trépang.